viernes, 17 de febrero de 2012

DESAPERCIBIDO


Yo tenía 20. Vos eras mayor, pero nunca supe tu edad; tendrías qué, ¿unos 27?, y no sé si era yo la que parecía de tu edad o vos de la mía, el caso es que estábamos muy metidos en el cuento de vivir rápido y morir jóvenes. Tal vez por eso nos pasábamos noches enteras encerrados leyendo a Andrés Caicedo. Yo era feliz pensando que era María del Carmen, vos definitivamente eras Ricardito, porque eso sí, vivías como un miserable, y en esa época me halaste con todas tus fuerzas hacia tu misma miseria. Creíamos que la felicidad era un ideal más grande que el ser humano y que las pesadillas de dopamina en el hipotálamo eran la única manera de redimir la estúpida existencia. Era una rebeldía sin fundamentos, la irreverencia por la irreverencia, y aprendimos a descubrir la tranquilidad en el mismo sufrimiento. No sé por qué nunca fuimos novios si nos entendíamos tan bien. No creo que nadie hubiera podido lidiar con nuestro pesimismo y ese odio a la vida. Nadie, habría sido capaz de enfrentarla, destruirla, sin que ella pudiera hacer nada, porque nosotros éramos su amo, éramos su materialización.

Cuando te conocí lo que más me gustó de vos fue verte así, tal cual como eras, alto, flaco y vuelto mierda. Nunca creí que un tipo como vos se fijara en mí, yo era una pelada irreverente pero aún miedosa e ingenua, y no te miento, la primera vez que salimos pasé horas frente al espejo desarreglándome para verme un poco como vos. Te mentí. En realidad sí, tenía mi mundo, conocía un poco la calle y estaba algo desencantada de la vida, pero después de que salimos la primera vez, me di cuenta que en verdad me faltaba mucho por conocer, faltaba mucho por hundirme. No sé qué viste en mí, tal vez que era bonita y aun conservaba ese brillo en los ojos, esa inocencia que se tiene cuando todavía se le obedece a los padres. Tal vez te gustó que yo fuera la única que estuviera dispuesta a hundirse con vos; sabías que era ingenua, porque en el fondo, pensabas que iba a ser algo momentáneo, una experiencia más, pero estabas seguro que yo no llegaría hasta el fondo. Tenías razón, y ahora pienso que fuiste muy inteligente en elegirme a mí como tu compañera de perdición.

Ahora estoy aquí, con las uñas llenas de barro y las manos laceradas. Logré salir de ese hueco, vos te quedaste solo.

Al principio nos gustaba mucho salir a la calle. La sexta era nuestro lugar predilecto, no había que salir de ahí para conseguir todo lo que necesitábamos. Íbamos mucho al Desván, un lugar donde la gente des-va, manteníamos en una borrachera de alucinógenos y bailábamos como si el mundo se fuera a acabar. Luego nos íbamos caminando a mi casa mientras me ayudabas a pilotear la locura para que mis papás no se fueran a dar cuenta de mis andanzas. En esa época todavía me preocupaba por eso, y no quiero imaginarme lo que habrían pensado ellos si me hubieran visto con vos. Las tres se convirtieron en cuatro, luego en cinco; fui llegando después del sol hasta que dejé de llegar para quedarme con vos. Lo que más me gustaba era tu casa. Vivías en plena sexta. Un largo pasillo nos dirigía a unas escaleras en caracol. Teníamos que subir tres pisos en medio de paredes de un rosado pálido y desgastado. Me gustaba ese lugar, era nuestro Palacio Rosa, nuestro palacio que se alzaba por la avenida, por la que salíamos a caminar, a recibir la brisa de la tarde y escuchar la sublime cacofonía producida por las mil diferentes tonadas melómanas de las mil diferentes tiendas de esquina. Caminábamos en medio de las palmeras descontextualizadas, porque eso sí, a pesar de recorrer las aceras a diario, nos volvimos locos buscando el mar. Yo al lado tuyo me sentía como Amarilla, sólo que yo estaba aquí, en Cali, brisa, brisa, brisa. Nos encantaba llegar a la San Judas Tadeo y recordar a Andrés, y siempre nos deteníamos unos minutos frente al edificio Corkidi, ahí donde finalmente se mató a punta de Seconal. Nos quedábamos inmóviles y mudos mirando el cemento ya viejo y desgastado, ventanales deteriorados llenos de hongo y tiempo, con pintorescas cortinas de flores desteñidas, pálidas y tristes. Sentíamos la presencia de Andrés, esa melancolía que nos halaba a quedarnos contemplando la construcción un momento más, un espectro que no nos dejaba ir, como si nos empujara hacia la puerta de hojalata café. Cada centímetro de la autopista nos traía los mismos recuerdos, una reminiscencia invadida por la nostalgia de una memoria que no era nuestra, una juventud mucho mayor que nosotros a la cual queríamos parecernos.

No sé si fue la sexta o tu casa la que nos fue llenando de deseos de encierro. Me fui de mi casa y nos metimos en la tuya. Me encantaba todo de ella, aunque fuera tan vacía: sólo el típico cuadro de Jim encima de un sofá blanco, viejo y desgastado. Un tapete empolvado y muchos libros regados por ahí. Vos andabas sin camisa, flaco, con el pelo en la cara y me mirabas. Eras tímido, yo diría que mucho, pero yo aprovechaba esos momentos para acercarme a vos y darte un beso; se te ponían los cachetes rojos y entonces me leías vocales en desorden y la sobredosis ya no era sólo de cocaína sino también de los poetas franceses. Me decías en voz leve, "A, negro, E, blanco, I, rojo, U, verde, O, azul: vocales,/ diré algún día vuestros nacimientos latentes:/ A, negro corsé velludo de las moscas brillantes/ que zumban alrededor de hedores crueles…" y siempre te frustró no saber francés para poder leer en su pura esencia a Rimbaud, pero pudiste inventarle colores a las vocales. Yo te decía que Arthur era muy retrechero para ser de la época en que vivió, que no entendía por qué la U estaba antes de la O y las primeras letras de los colores no correspondían a la vocal, y además que vos te parecías a él en la foto de tu libro. Te daba rabia y me decías que más bien lo leyera, y entonces así, no me importaría si se parecía a vos o no.

A punta de Rimbaud y Poe, vino blanco y opio se nos pasaban los días. Eso es lo que pasa con el opio, un día estás fumando y luego te das cuenta y han pasado quince y tenés la misma ropa. Las primeras imágenes que recuerdo de esos despertares son las tuyas, sentado en el sofá con un cigarro medio consumido, mirando por la ventana sin cortinas hacia la calle, la tarde con toda la gama de naranjas y ocres; a veces unos tintes violeta y siempre la bulla de los carros, de las alarmas. No parpadeabas, y para lo único que te movías era para llevarte el cigarro a la boca. Entonces yo me acomodaba en tu pecho desnudo y te acariciaba. Vos seguías quieto, mirando perdido por la ventana. Hoy sé que lo que hacías era maquinar en contra tuya, destruirte mentalmente, repitiendo en tus pensamientos que odiabas a tu madre por haberte traído al mundo sin siquiera haberte pedido permiso, aprovechándose de tu inocencia. Te fuiste volviendo cada vez más melancólico, hablabas menos y no comías, sólo fumabas opio y tomabas vino. Yo a veces me aburría porque ni me hablabas, sólo para leerme algún fragmento de un poema, sabías que Baudelaire era el que me gustaba más: Y la muerte a los pulmones cuando respiramos/ desciende río invisible/ con gemidos sordos. Era raro porque a pesar de querer salir, no quería separarme ni un minuto de vos, porque me hacías sentir como siempre me había querido sentir: diferente a todas las niñitas como yo que creían que conocían la calle. Me hacías sentir como María del Carmen, así, retrechera, irreverente. Por eso no me fui, por eso comencé a volverme como vos. Ya no mirabas la ventana en las tardes, nos volvimos sordos y ciegos de todo lo que pasaba afuera, sólo nos mirábamos fijamente y al parecer maquinábamos las mismas cosas.

El recuerdo que más me marcó fue el día que saliste a donde el jíbaro por opio. Siempre era yo la que salía por las cosas que necesitábamos, pero ese día quisiste bajar vos. Volviste agitado y algo nervioso y me dijiste: para el odio que te ha infectado el censor, no hay mejor remedio que el asesinato. Sacaste entonces de la parte de atrás de tu pantalón una pistola. Yo me asusté, no te miento, pero tenías razón, yo no había elegido vivir tampoco y ya no me importaba el resto del mundo, sólo quería opio, morfina y diazepán, por lo que mantenía en un constante desasosiego y nada me importaba, nada salvo vos, tenerte lejos me mataba, así que si lo que vos querías era morirte, yo también tenía que morir, porque no concebía la vida sin vos. Te tomaste casi media botella de vino de un sólo sorbo y fumamos opio. Entonces pusiste a Jim, The End, beautiful friend the end, y nos sentamos uno enfrente del otro. Tomé el frío hierro y sentí un calambre en mis manos, uno que activó todos los recuerdos existentes a la vez, no los pude distinguir uno por uno, pero sabía que ahí estaban, 20 años en 20 segundos. Te dije que lo hicieras vos de primero. También estabas nervioso, nunca te había visto así. Temblaste y te pusiste el arma en la boca. Vacilaste con apretar el gatillo y se brotaron tus sienes, tu rostro se puso rojo y tus ojos se aguaron. Tu mano temblaba con el cañón del arma dentro de tu boca. Yo apreté los ojos tan duro que vi chispas hasta que quedó todo negro, esperando con un vacío en la boca del estómago que me causó unas fuertes ganas de vomitar mientras esperaba la detonación de la pólvora. No sonó nada. Abrí los ojos y te miré, vi tus ojos de sufrimiento y desgaste; entonces sacaste el revólver de tu boca y te tiraste a llorar en mis piernas. Habías fallado, no eras quien creía que eras, yo te juro que hubiera sido capaz de dispararme, yo sí, sólo que no quería estar sin ti. Pero en ese momento, por primera vez, me di cuenta que en verdad terminarías como un miserable miedoso, como Ricardito. Me paré y me fui y nunca volvimos a hablar.

Intentaba borrar de mi mente los recuerdos de aquella época de destrucción. Ya no me gustabas, no quería ser como tú. La última imagen que tengo de ti es de ese día. Con los pantalones negros desgastados, el pelo como el de Jim en tu cara; te veías famélico, enfermo. Fue difícil volver a mi casa, cuando timbré y abrió mi mamá me abrazó y se lanzó a llorar. Yo le conté todo lo que hicimos, lo que dejamos de hacer, entonces se dio cuenta que había perdido a su niña, que ese destello inocente de sus ojos ya se había ido para siempre. Paradójicamente, había sido corrompida por el encierro. Durante tres meses recibí ayuda psiquiátrica. Dejar el opio y los medicamentos aún es difícil para mí, sólo que ahora valoro la vida, la que ya no se justifica ni redime con la destrucción. Intento no salir a la calle y menos a la sexta, sexta violenta y suicida, me paro ante ella, o paso en el carro cuando voy con mis papás y siento un recuerdo que ponzoña mis entrañas, vuelven las náuseas y la misma sensación de querer apretar mis ojos hasta ver chispas. De vez en cuando recibía noticias tuyas. Me contaron que te habías intentado matar otra vez, te cortaste las venas, pero fracasaste, razón por la que te fuiste del Palacio Rosa, de tu libertad, de las bocanadas de opio y de Rimbaud para irte a casa de tu madre a rehabilitarte. En verdad te deseaba suerte con eso, yo ya estaba recuperándome y realmente me sentía mejor. A veces quería tomarme un café con vos, decirte que en verdad te llegué a amar así nunca hubiéramos hablado de nosotros dos. Te seguía como un punto final termina con las oraciones suicidas. Seguía tu sombra aunque me llevara a morir, pero ya no te extrañaba.

Fue por esos días que me estaba acordando de vos cuando me llegó la noticia: te habías suicidado, con el mismo revólver con el que nos íbamos a matar los dos. Ricardito cayó mejor parado que vos. No sé qué te motivó a hacerlo, tal vez la abstinencia y salir de tu encierro voluntario para cumplir la rutina de tu casa materna. Lloré, me sentí tan culpable como vos.

Hoy te pienso. Pienso en vos todas las tardes cuando el sol se pone, esos tonos ocres y naranjas que a veces se tiñen con violeta. Pienso en vos cada que cierro mis ojos con susto, he intentado no apretarlos más para nunca volver a ver esas chispas. No lo logro. No logro alejarme de tu espectro evaporado vagando infame por la sexta. Siempre anduviste desapercibido, igual que ahora, aunque después del día de tu muerte, los diarios se encargaron de darte popularidad, incluso quienes te conocían no hacen sino hablar de vos, y a mí me buscan unos cuantos curiosos a preguntarme por vos. Incluso me han llegado a culpar de todo. No lo creo así, yo sobreviví, vos no quisiste. Tal vez te debía sacar de ahí conmigo, pero no hubieras accedido. Las personas como vos encuentran vida en la muerte. La calle es banal, y en lo mundano se puede encontrar lo sublime. Ahora sé qué tan sórdida puede ser y ya no ando impávida por ahí. En todas las cosas estas vos, cada recuerdo que tengo viene acompañado de alguno de los tantos que tengo con vos. De alguna forma pasó lo que temía, es difícil vivir lejos de vos, pero hay personas que tienen que morir para que otros valoren más la vida, y yo aprendí eso de vos. Moriste vos y la calle murió simbólicamente. Ahora paso por el Palacio Rosa y miro la ventana del tercer piso, la miro firme y camino, desde el otro costado, el opuesto al tuyo, camino sin parar y sintiendo cómo la brisa de las cinco menea mi pelo mientras siento tu presencia en un andén, en una tienda esquinera. Pero no pierdo mi brillo, no pierdo mi sonrisa, y todos dicen que estoy regia, mejor que nunca. Yo digo que es gracias al viento y al sol, al sonido de las palmas que menea la brisa, aún no encuentro el mar, aunque ahí está la magia, sentir la pulsión, la presencia de algo que no está pero se siente.

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