domingo, 13 de febrero de 2011

Jim no ha muerto, lo que pasa es que huele raro (Rafael Chaparro Madiedo)


La noche que murió Jim Morrison la gente, vecinos, aseguraron haber visto bajarse del metro, en la estación cerca donde vivía el ex Doors, a un indio navajo anciano, que fumaba un apestoso tabaco negro y murmuraba palabras extrañas, inaudibles, palabras tal vez mágicas. El anciano indio navajo tomó la acera y salió a la superficia y merodeó el apartamwnro donde Jim Morrison vivía exiliado con su novia, apartamento de donde casi no salía porque estaba dedicado a la lectura indiscriminada de los mejores poetas franceses y la sobredosis era pero de Rimabud, Nerval, Baudelaire, etc. El anciano indio navajo miró hacia la luz donde vivían los Morrison y después se lo tragó tal vez la multitud, tal vez el calor del verano, tal vez las pequeñas luces alucinatorias de París en un caluroso mes de julio.

Esa madrugada, 3 de julio de 1971, hacia las 5, Jim Morrison murió y algunos clochards amigos de Morrison, y con los cuales éste se ponía a tomar vino en la estación del metro de cuando en cuando, aseguraron que esa mañana vieron otra vez al indio navajo pasar por la estación del metro acompañado de Jim, pero que éste no los saludó a pesar de que los clochards insistentemente lo saludaron y le recordaron la cita de esa semana para tomar vino barato, jugar dados, cantar antiguas canciones francesas y cantar la canción que más le gustaba a Morrison cuando estaba ebrio: LIght my Fire. Alguna vez Morrison había dicho que las mejores canciones de los Doors no debían ser cantadas en un concierto en Miami frente a sesenta mil personas, sino que debía ser cantada por los clochards borrachos del metro de París a la una de la mañana y caídos de la perra.

Esa madrugada el indio navajo de la muerte se llevóa Morrison para siempre. Lo montó en el metro y después se lo llevó por el oscuro túnel de la incertidumbre eterna.

Desde ese día los clochards amigos de Morrison se fueron muriendo de pena moral. Uno a uno fueron recogidos en las noches por el indio navajo de la muerte. Al cabo de un año ya nadie cantaba sus canciones con el aliento a vino rojo barato en las estaciones de París a las dos de la mañana, pero el mito se había encendido en otra parte, el cementerio Père Lachaise, división sexta, es decir donde estaba enterrado Jim Morrison.

Jim está por aquí, baby

Para llegar al cemeterio Père Lachaise hay que coger el metro, dirección Gallieni y bajarse en el Père Lachaise. Apenas se sale del metro, uno sabe que ha llegado definitivamente a otro planeta. En el bulevar Mènnilmontat los árboles se reúnen en grupos de tres o de a cuatro y fuman. A su lado los viejos perros pastores alemanes con las pulgas más viejas de París a sus espaldas deambulan como alucinados por entre las mareas de Gauloise, que impregna todo el bulevar y hace navegar a los árboles y a la gente en un sopor particular, en una nube alucinógena rota a la distancia por el ruido del metro, las sirenas de la policía, los cantantes que se paran en la boca oscura del metro, y el ruido de los bares.

Sin embargo uno sabe que está cerca de Jim Morrison por diversas razones. Cuando se baja, por ejemplo, en la estación Trocadero, cerca de la torre Eiffel, todo es distinto. Por allí en Trocadero abundan los perfumes discretos, las cámaras de cuatro lentes, las jaurías de japoneses y alemanes. En cambio, en la estación Père Lachaise lo primero que encuentras son perfumes indiscretos y si delante de uno hay una chica que camina descalsa y lleva el pelo desordenado y una rosa en la mano con toda seguridad va a visitar a James Douglas Morrison.

Toda clase de seres van a visitar a Jim. Pero en su mayoría son chicas, las chicas más bellas del universo, que vienen como sacerdotisas de la heroína y del whisky y le ofrecen sus ojos, le ofrecen sus tetas, sus manos, sus dientes, su cuerpo entero a Morrison.

El desfile empieza a las nueve de la mañana y a a esa hora cuando el aire está impreganado de mierda triste de triste paloma y por entre los árboles del cementerio de filtra ese olor a huesos con sangre antigua, las chicas, las devotas de Morrison empiezan a llegar y se dirigen a la sexta división del cementerio. A medida que uno se acerca va viendo flechas que dicen "JIm está por aquí, baby" y entonces por entre las tumbas se empieza a escuchar esa vieja canción que dice "vamos al bar de whiskey más cercano porque si no moriremos...vamos al bar de whiskey más cercano..."

Entonces se acerca a la tumba de Morrison, la única tumba vigilada, pues en dos ocasiones se robaron su busto (en este momento sólo hay una placa con su nombre) y le botan cigarrillos con inscripciones que dicen "fúmame toda Jim" o "para que no te aburras allá". Otras más atrevidas le botan tabaquitos de hash o riegan whiskey, mientras la policía, que no entiende tanta devoción, las sacan a empellones.

Whiskey, sangre, huesos, heroina

Mientras las chicas de todo el universo le riegan whiskey a Jim Morrison el aire empieza a oler a un olor particular. Cerca la tumba de Morrison hay un olor mezclado a lluvia, orines, sangre, whiskey y heroína. Es olor de aquel que nunca han dejado en paz. Los clochards de la estación Père Lachaise dicen que hay noches donde les parce oir la voz de Jim Morrison gritando cada vez que pasa el metro que no le jodan más la vida. Otros clochards dicen que a veces también, sobre todo en el verano, se le escucha cagado de la risa, al, saber que otra vez va a venir a visitarlo el ejército más hermoso del universo, ese ejército de alemanas, españolas, de sudacas, de suecas, de inglesas, de gringas despistadas que se toman un sorbo de whiskey sentadas en el borde de la tumba mientras el sol revienta en sus cabellos tristes.

En todo caso cuando todo el mundo se va, cuando se cierra el cementerio, a las cinco de la tarde, los espíritus quedan otra vez en sociego, pero solamente en una tumba hay flores, whiskey y cigarrillos para toda la eternidad. Sólamente en una tumba un muerto está sentado en el borde de su tumba con un cigarrillo en los labios, una botella de whiskey, cantando hasta el amanecer, cuando llega el viejo indio navajo, le acaricia la frente, le limpia las lágrimas y lo manda a dormir un rato.

Por eso la gente que sabe dice que Jim Morrison no está muerto, lo que pasa es que huele un poco raro.

Rafael Chaparro Madiedo. La prensa, 11 de febrero de 1994 p. 5

jueves, 10 de febrero de 2011

Este va para todos aquelloa amantes de David Bowie, que algún día han querido nunca jamás volver a salir de su cuarto mientras sienten mucho odio.


Ray Loriga, Héroe posmoderno


“Si me preguntas a mí, te diré que no me gusta como están las
cosas, pero tampoco tengo intención de entrometerme.
Por ahora sólo quiero estar encerrado.”

Hablar del autor Ray Loriga no sólo nos remite a pensar en el irreverente escritor madrileño, rebelde por naturaleza, provocador, amante del rock and roll, director de cine, guionista y ex marido de Cristina Rosenvinge, vocalista de la famosa agrupación española Cristina y los subterráneos, nos obliga a pensar en un autor lleno de sensibilidad, angustia, libertad y desinhibición. Hijo del ilustrador José Antonio Loriga, y la actriz de doblaje Mari Luz Torreva, nació en el año de 1967 en un contexto fuertemente marcado por un movimiento de la juventud, influenciado por el Rock and Roll y un espíritu antibélico pero rebelde, que por fin conquistaba sus derechos. De los años del Verano del Amor, Loriga adoptó grandes rasgos de su personalidad, como el gusto por David Bowie, John Lennon y The Velvet Underground, además, un estilo literario muy particular manifestado en un ismo representado por autores como Charles Bukowisky y Jack Kerouak, la Generación Beat.

En el año de 1992 se publica su primera novela, Lo peor de todo, recibiendo una muy buena crítica; pero es Héroes (1993) el libro que le valió más reconocimiento, y, a propósito, se analizará en la siguiente reseña.

Héroes cuenta la historia de un chico que se encierra en su cuarto para alejarse de un mundo que poco le gusta, y adentrarse en una labor introspectiva, en sus sueños de rock and roll. Así, la novela es narrada en primera persona por un narrador autodiegético, razón por la que prima un tono subjetivo con una focalización introspectiva lograda con un lenguaje asertivo y coloquial, que en ocasiones toma matices poéticos. En el proceso de encierro, Loriga va perfilando un personaje fragmentado, con una identidad híbrida, transitoria e inestable, que representa a una generación golpeada por la guerra, una sociedad nihilista de consumo, y alienada, síntoma de esto, la falta de identidad. Existe una necesidad subjetiva de querer expresarse para aliviar el dolor, siendo un personaje existencialista, pero no de la escuela de Sartre o Camus, ya que no manifiesta una angustia por la libertad y el absurdo de la existencia, sino más bien una gran resignación y desarraigo, un confrontamiento consigo mismo y una realidad desalentadora y con pocas esperanzas.

Aunque a lo largo del relato el narrador menciona la existencia de más personajes dentro de la narración, éstos son incidentales en el sentido que no tienen trascendencia dramática dentro de la diégesis, sino que hacen parte de las anécdotas del protagonista, quien en realidad sólo narra acciones manifestadas a manera de recuerdo, como anhelo y rencor por un tiempo pasado. La novela es entonces una bitácora, un diario lleno de vivencias y pensamientos, lo que va definiendo la forma como se narra la novela, en la que sobre todo, prima la intención de expresarse. De ahí el recurso del monólogo, en el que el personaje hace preguntas que él mismo responde: “(…) ¿Qué hacías antes?/ Antes tenía un trabajo. Me refiero a uno de esos trabajos ue atan los días y los hacen iguales, como dos minutos sentado en el mismo banco son sólo uno (…)”

Se pierda el esquema de la novela clásica: introducción, nudo y desenlace, el cual pierde sentido, ya que la asociación prima sobre la causalidad. Por tanto, no hay una trama definida y esto expone un conflicto central sobre el cual gira la historia de la novela, que se podría definir como el encierro de un joven causado por el desarraigo hacia un mundo que ya no es igual, un mundo que ya no le pertenece y en el que no quiere vivir. Mediante asociaciones desde la semejanza con otras situaciones se alude a situaciones anecdóticas de un tiempo pasado que han influenciado el momento de catarsis en el que se encuentra el protagonista. Debido a la ruptura de la trama, no hay un final como tal, ya que no se da solución al conflicto. Si bien, como se mencionó anteriormente, la temática es el encierro de un chico desarraigado, ésta es en ocasiones opacada por reflexiones personales del personaje o por la inserción de historias yuxtapuestas. Prima más la intención de plasmar una experiencia que las convenciones lingüísticas, gramaticales y semánticas. “La debilidad de las argumentaciones de estos autores no sólo proviene de su autodenominación como pensamiento débil, tanto por las contradicciones que representan. Contradicciones que surgen no tanto de su lógica argumentativa sino de su posición anti-ilustrada”(Blanca Muñoz). Esta falta de argumentación no le quita valor estético a la novela, sólo refleja el valor postmoderno que muestra la experiencia estética, más que la experiencia de una estructura aprobada.

La forma como se cuenta la novela imposibilita un análisis literario tradicional; se hace difícil una reconstrucción de este tipo de personajes, quienes no buscan fines ni ideales, ya que carecen de proyectos por la falta de identidad. El protagonista de la novela carece de identificación con su cultura local, una cultura afligida por una marcada Guerra Civil; una cultura consumista y nihilista, caracterizada por un fuerte hedonismo manifestado mediante las drogas y la indiferencia. Si bien el plan del personaje es el encierro, este carece de una finalidad ya que no hay una confrontación directa, sino más bien una espera, un vagabundeo en una parálisis psicológica, en la que el personaje se ve estancado, y al parecer, esta condición perdurará en un tiempo muerto. La inestabilidad y la angustia referidas anteriormente se evidencian mediante recorridos discontinuos, saltos temporales no como una técnica sino como un recurso emocional, reflejo de la inestabilidad emocional del sujeto. No hay cómo reconocer a los personajes en una secuencia lógica.

El texto funciona así como un sueño, además de su carga onírica, a la que el lector tiene que acomodarse para poderle dar sentido. Leer Héroes es entonces como introducirse en un sueño, en donde la causalidad se reemplaza por la casualidad. Los sueños dan cuenta acerca de una cultura de masas, ya que en estos, la mayoría de veces, el personaje sueña con íconos del Rock and roll como John Lennon, Lou Reed y David Bowie. Estos repetidos sueños también dan una noción de temporalidad, ya que muestra el paso de los días, ya que la noche es el espacio para dormir. En el día, el protagonista ve televisión y escucha música, en la noche sueña. Así pasan sus días. La música y los sueños dan un ritmo a la narración. Se salta de un eje temático a otro, de lo que ocurre en un recuerdo a lo que ocurre en la inmediatez, o a un sueño. La narración es en pasado y en presente. El pasado determina a los recuerdos y los sueños: “(…) Estaba perdido en el Central Park, sabía que era un sueño porque yo nunca había estado ahí. Un par de años después, estuve en Nueva York y me acordé de este sueño (…)” El manejo del presente da cuenta de los monólogos cuestionadores del personaje, y en ocasiones se recurre al infinitivo: “(…) La chica dice quiero saber cuándo deja de hacer daño. Todos hemos estado bebiendo y tomando centraminas (…)"

Repetidamente se alude a la velocidad, la velocidad de una época en la que no hay tiempo. Verbos como correr, de prisa, y adverbios como veloz, son frecuentes en el lenguaje, referentes de algunas canciones de sus ídolos, como podría ser Run, Run, Run de The Velvet Underground, agrupación de Lou Reed, artista con el que sueña y al que admira.

La novela, tal vez cumbre del escritor español Ray Loriga, Héroes , relata el encierro de un joven como una salida sin una meta fijada, un encierro sin un fin definido. Es un personaje impredecible, que más que por causalidad, actúa por casualidad. Así, de esta misma forma funciona su discurso que se acerca mucho a lo que es un sueño, haciendo limitado el recorrido espacio temporal, ya que, aunque la novela se desarrolla dentro de la habitación, las acciones que se relatan de manera onírica o anecdótica, se van perdiendo en una línea difícil de sondear. El discurso introspectivo, irreverente, musical y crítico está lleno de historias yuxtapuestas que nunca se desarrollan del todo, quedan inconclusas, al igual que la novela. Prima la individualidad del personaje en un discurso coloquial pero poético, que más que lleno de figuras literarias, logra su estética mediante anécdotas a las que se alude por analogía. No hay una trama definida ni un final cerrado, logrando en el lector un acompañamiento al encierro de un protagonista con el que, a manera de experiencia, uno logra identificarse. La honestidad del discurso, la manera como logra decir de una manera asertiva todas aquellas cosas que pensamos pero callamos porque no encontramos las palabras para expresarlo. El recurso de la música también genera un acercamiento entre el lector con el narrador, y como se mencionó anteriormente, leer Héroes es como sumergirse en un sueño, en el que podemos transgredir las leyes físicas espacio-temporales, e incluso entrar a un universo donde que trasciende la muerte, un lugar donde es posible encontrarse con Bowie, Reed y Lennon.

“Podemos conducir tan deprisa que ni las penas ni los días pueden seguirnos,
Pero no los encontraremos todos juntos en la segunda vuelta.”