─ ¿Me escuchas?
Sí, te escucho claro, como
si estuvieras aquí. Todavía siento tu eco vibrando en los huesos de mis oídos,
como si realmente hubiera alguien tocando un tambor en mis tímpanos. Tu voz se
mete por la mitad de mi cabeza y se queda ahí mientras la asimilo, mientras
entiendo que no vas a colgar y no tengo que temer por dejar de oírte, porque se
esfume tu voz y mi mente deje de vibrar. Que no se calle el tambor, que no se
acabe ese redoble seco, mudo. Te escucho aquí, cerca.
- ¿Puedes sentir mi
corazón?
Lo siento. Ahora no sólo
vibra mi cabeza, sino también mi corazón. Podría asegurar que esta es la manera
como baila el alma, entonces me ponía el auricular en el pecho, lado izquierdo,
y tú, ¿escuchas el mío? late rápido, ansioso y angustiado, porque te siento cerca
pero no estas aquí, conmigo, y mi cuerpo y mi mente te anhelan. Ya no te
escucho, te siento, los vellos de tu pecho, grande, fuerte. Siento cómo
palpitas, rápido, casi como si te estuviera tomando el pulso con el teléfono, y
¡sí que estás vivo!, y entonces se comunican nuestros corazones, músculos
llenos de sangre, desgarrados, porque la realidad era que en algún momento
íbamos a colgar, esto no iba a ser un juego eterno. El teléfono era como
nuestro teletransportador nocturno, de sábado en la madrugada.
Colgábamos y al menos yo terminaba débil, como si tu cuerpo me hubiera robado toda la energía a través del teléfono, como esa depresión que uno siente los lunes por la mañana, esa debilidad corporal, mareos acompañados por fuertes náuseas, pocas ganas de estar vivo y seguir con la semana que recién comienza. Martes, y ¡mierda, tengo mil cosas que hacer!, miércoles, qué desasosiego, jueves, necesito un trago, viernes, ¡ya es viernes!, los sábados todavía pienso que es viernes, y domingo, ¡ah, malditos domingos! siempre intento salir por ahí con la poca fuerza que me queda, salir a caminar por las calles solitarias. Es muy distinta esa sensación dominguera. Primero, el sol tiene un color distinto, como ocre con naranja, como una pincelada de óleo en un cuadro de Van Gogh, un campo de trigo perdido en el horizonte lleno de millones de espigas, secas. Sólo los domingos se percibe cómo el calor se adhiere al asfalto gris, que suda, se dilata, río de lava fundida con piedras, con cuadros de Van Gogh que se llevan los cultivos de trigo, entonces se mezclan los tonos tierra y el resultado es un matiz tediosísimo. Por eso es que nadie sale a la calle en sus carros los domingos, porque se pueden derretir las llantas, combinar más colores en la carretera. Entonces el silencio es menos efímero, la calle ya no suena a nada. Se apagan las alarmas, las ambulancias, los buses, los motores chirriantes pidiendo secos aceite. Silencio. El domingo es hacerle antesala a la muerte, una espera eterna por otro día que no va a ser mejor, y uno de esos domingos cuando no esperaba nada, apareció Francisco. Llegó con Mariaelisa, quejándose de la fatiga de los domingos solitarios, en los que no pasa nada. Desde ese día procuramos no pasar un sólo domingo solitario más. Entonces dejé de esperar a que sonara el teléfono con tu nombre en la pantalla, mi corazón se acostumbró a latir más despacio, solitario. Vos eras lo incompleto, eras esa sensación de tener que colgar, de marcharse cuando uno se quiere quedar, de despedida cuando no se quiere ir, de silencio cuando se espera una palabra. Vos eras esa espera cuando yo tenía mucho afán. De todos modos, contestaba esas llamadas esporádicas de madrugada, y no te miento, lo que sentía cuando colgaba estaba intacto, sólo que me reponía más fácil. Colgar era una sensación menos angustiosa entonces, me reponía rápidamente. Por un tiempo pude vivir con esa dualidad, Francisco de lunes a sábado y vos algún día de la semana a las cuatro aeme, te quedabas vagando en los pasillos de mi cabeza. Así se nos pasaba la vida, huyendo de tedio en tedio, de domingo en domingo.
Opté por no volverte a
contestar, claro, cómo no, si en esas madrugadas a veces estaba Francisco, y ensangrentabas la bocina con tu corazón
latiendo frenético, como si se separara de todas tus venas y arterias y abriera
un hueco en tu pecho para escaparse y llegar a mí. A veces cobraba vida, se
metía por el cable deslizándose en forma de círculos; manchabas mi teléfono con
pequeñas gotas de sangre. Francisco me preguntaba por ese sonido que hacía
temblar el suelo, y yo le decía que era algún idiota que había perdido algo y
lo estaba reclamando. Colgaba. Vos terminabas muerto, sin pulso, con tres
lágrimas en tu cara anémica, un charco de hemoglobina y plaquetas evaporadas
por todo tu cuarto.
El idiota que había
perdido algo y llamaba a reclamarlo en las madrugadas ya era famoso, hasta que
Francisco se dio cuenta que el dichoso idiota de hecho eras vos. ¡Ay Santigo!
en las que me metes. Por mí, hubiera dejado las cosas así con él, cortar, no volvernos
a ver, tu por allá, yo por acá, no me busques más, lo hubiera hecho si supiera
que podía salir corriendo a donde vos, respirar ese aire de leucocitos, darte
un beso de tres horas y liberarte de esa anemia, devolverte tu corazón, ahí,
intacto en el pecho, pegarlo con super bonder para que nunca más se escapara y
sintiera también al mío. Pero las cosas eran diferentes. No sé si era miedo, si
eso de las serenatas mudas era un simple video mío, porque la realidad era que
no me estabas esperando, que todo era más bien un capricho, porque andabas con
varias. ¿Les dirías lo mismo que a mí?
¿Las llamarías al amanecer y te pegarías el teléfono al pecho?
Fue una noche cuando
dormía que sentí la conexión, mi corazón palpitaba más rápido de lo normal,
como cuando me llamabas, sólo que esta vez no había teléfono. Me desperté
sobresaltada pensando en vos y te llamé. Contestaste como si no te hubiera
sorprendido, como si vos tuvieras todas tus emociones bajo control, pero cuando
te pedí que nos viéramos te delataste, no era así. Nos encontramos después de
muchos meses. Te sentía vibrar desde lo lejos, y cuando nos vimos, nos miramos
como si el tiempo se hubiera detenido y sólo estuviéramos nosotros dos, como un
plano de inmanencia, como cuando el caos se organiza en un centro. Puse mi oído
en tu pecho y escuché el latido sin la interferencia del teléfono. Estaba
lento, desgastado y cansado, entonces toqué el lado izquierdo de tu pecho y lo
besé. Me diste un beso en la boca, sin preguntarme si quería, sin pedirme permiso.
Toda esa falsa sensación de llenura, Francisco y los domingos, se esfumaron de
mi mente. Vos eras lo incompleto, la incertidumbre, lo que no podía controlar,
el azar, un viernes por la noche cuando todos hacen lo que se les da la gana.
Yo también te besé, y juré que no quería pasar más tiempo sin besarte. Besarte
se convirtió en la necesidad de pasar los días, en la fuerza para enfrentar las
horas que separaban los momentos en los que nos íbamos a ver en secreto. Era
encender la máquina de las mentiras para poder propiciar nuestro encuentro,
salir sin decir a dónde ni con quién, inventar citas inexistentes y reuniones
falsas.
Nunca había pasado tantas
noches en casa de mis amigas y mi mamá ya comenzó a desconfiar de tantos
trabajos trasnochados. Dejé de ser la misma con Francisco y ya nos veíamos
poco, los momentos que eran para él te los dedicaba a vos a punta de excusas.
Ya no lo quería ver más, no quería que me tocara ni me diera besos, sus
palabras se tornaron fastidiosas y yo ya no sabía cómo hacer para que no me
buscara más, porque no era capaz de decirle que se fuera, que no lo quería, que
nunca lo quise y que siempre estuve pensando en vos, porque no sabía hasta
cuándo nos iba a durar la cosita, y en realidad, no quería estar sola en el momento
en que se te diera la gana dejar la maricada conmigo.
Es que siempre he tenido
muy claro que la que tiene todas las de perder soy yo. Vos sabes en qué
momentos aparecer, los que más te convienen, porque fácilmente te podes
desprender de este cuento sin ningún tipo de dolor, de nostalgia.
Hoy te digo que todo salió
al revés para mí: Francisco me dejó y yo ya no hago nada más que pensar en vos,
que esperar a que suene el timbre y seas vos; me da rabia cuando es otra
persona. Han pasado varios días desde la última vez que hablamos, y yo por mi
parte no te pienso llamar, así me muera de ganas. No me has dejado otra opción
que ésta, escribirte una estúpida carta en la madrugada, con el corazón
moribundo y sin ganas de luchar más.